A Biby Castellaro
¡Qué complejo es el tiempo, y sin embargo, qué sencillo! Ahora
estoy sentada en el sillón de Viena, en el living, y puedo ver la sombra de
Leopoldo que se desviste en el cuarto de baño. Parece muy sencillo al pensar
«ahora», pero al descubrir la extensión en el espacio de ese «ahora», me doy
cuenta enseguida de la pobreza del recuerdo. El recuerdo es una parte muy
chiquitita de cada «ahora», y el resto del «ahora» no hace más que aparecer, y
eso muy pocas veces, y de un modo muy fugaz, como recuerdo. Tomemos el caso de
mi seno derecho. En el ahora en que me lo cortaron, ¿cuántos otros senos
crecían lentamente en otros pechos menos gastados por el tiempo que el mío? Y
en este ahora en el que veo la sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose sobre
los vidrios de la puerta del cuarto de baño y llevo la mano hacia el corpiño
vacío, relleno con un falso seno de algodón puesto sobre la blanca cicatriz,
¿cuántas manos van hacia cuántos senos verdaderos, con temblor y delicia? Por
eso digo que el presente es en gran parte recuerdo y que el tiempo es complejo,
aunque a la luz del recuerdo parezca de lo más sencillo.
Soy la poetisa Adelina Flores. ¿Soy la poetisa Adelina Flores?
Tengo cincuenta y seis años y he publicado tres libros: El camino perdido, Luz
a lo lejos y La dura oscuridad. Ahora veo la sombra de mi cuñado Leopoldo
proyectándose agrandada sobre el vidrio de la puerta del baño. La puerta no da
propiamente al living, sino a una especie de antecámara, y solamente por
casualidad, porque está más cerca de la puerta de calle, que he dejado abierta
para tomar aire, he traído el sillón de Viena a este lugar y estoy hamacándome
lentamente en él. El sillón de Viena cruje levemente. No podía soportar mi
cuarto, y no únicamente por el calor. Por eso vine aquí. Es difícil soportar
encerrada entre libros polvorientos los atardeceres de este terrible enero.
Susana ha salido. No sale nunca, pero hoy dijo que su pierna derecha le dolía y
pidió turno para el médico. Así que está afuera desde las seis. Hamacándome
lentamente veo cómo Leopoldo se desabrocha con cuidado la camisa, se la saca, y
después se da vuelta para colgarla de la percha del baño. Ahora comienza a
desabrocharse el pantalón. Advierto que tengo la mano sobre el puñado de
algodón que le da forma al corpiño en la parte derecha de mi cuerpo, y bajo la
mano. He visto crecer y cambiar ciudades y países como a seres humanos, pero
nunca he podido soportar ese cambio en mi cuerpo. Ni tampoco el otro: porque
aunque he permanecido intacta, he visto con el tiempo alterarse esa aparente
inmutabilidad. Y he descubierto que muchas veces es lo que cambia en una lo que
le permite a una seguir siendo la misma. Y que lo que permanece en una intacto,
puede cambiarla para mal. La sombra de Leopoldo se proyecta sobre el vidrio
esmerilado, de un modo extraño, moviéndose, ahora que Leopoldo se inclina para
sacarse el pantalón, encorvándose para desenfundar una pierna primero,
irguiéndose al conseguirlo, y volviéndose a encorvar para sacar la otra,
irguiéndose otra vez enseguida.
(«Sombras» «Sombras sobre» «Cuando una sombra sobre un vidrio
veo» No). Ese chico, ¿cómo se llamaba? Tomatis. Él me dijo una vez lo que
piensa de mí, en la mesa redonda sobre la influencia de la literatura en la
educación de la adolescencia. Yo no quería estar en ese escenario de la
universidad. Pero vino el editor y me dijo: «¿No te parece que si te
presentaras más seguido en público para exponer tus puntos de vista La dura
oscuridad podría salir un poco más, Adelina?». Así que me vi sentada en el
escenario frente a la sala llena. Había cientos de caras que me miraban
esperando que yo diera mi opinión, en ese salón frío y lleno de ecos. Tomatis
estaba sentado en el otro extremo de la mesa. Hice una corta exposición, aunque
la presencia de toda esa gente expectante me inhibía mucho. (Leopoldo acomoda
cuidadosamente el pantalón, sosteniéndolo desde las botamangas, con el brazo
alzado para conservar la raya. Después lo dobla y comienza a pasarlo por el
travesaño de una percha: lo veo). Cuando terminé de hablar, Tomatis se echó a
reír. «La señorita Flores —dijo, riéndose y poniéndose como pensativo— ha dicho
hermosas palabras sobre la condición de los seres humanos. Lástima que no sean
verdaderas. Digo yo, la señorita Flores, ¿ha estado saliendo últimamente de su
casa?» Los cientos de personas que estaban sentadas contemplándonos se echaron
a reír. Yo no dije una palabra más; y cuando terminó la mesa redonda y fuimos a
la comida que nos ofreció la universidad, Tomatis se sentó al lado mío. Se lo
pasó todo el tiempo charlando y riendo, fumando y tomando vino. Y en un aparte
se volvió hacia mí y me dijo: «¿Usted no cree en la importancia de la
fornicación, Adelina? Yo sí creo. Eso les pasa a ustedes, los de la vieja
generación: han fornicado demasiado poco, o en su defecto nada en absoluto.
¿Sabe? Se dice que usted tiene un seno de menos. No, no estoy borracho. O sí,
capaz que un poco sí. ¿Es cierto? ¿No piensa que usted misma lo ha matado? Yo
pienso que sí. ¿Sabe? Usted me cae muy simpática, Adelina. Tiene un par de
sonetos por ahí que valen la pena. Perdóneme la franqueza, pero yo soy así.
Usted debería fornicar más, Adelina, sabe, romper la camisa de fuerza del
soneto —porque las formas heredadas son una especie de virginidad— y empezar
con otra cosa. Me juego la cabeza de que usted es capaz de salir adelante.
Usted que la tiene cerca, páseme esa botella de vino. Gracias». Recuerdo
perfectamente el lugar: un restaurante del centro con manteles cuadriculados,
rojos y blancos, los platos sucios, los restos de pescado, y las botellas de
vino tinto a medio vaciar. Ahora Leopoldo se ha sacado el calzoncillo y lo
observa. Ha quedado completamente desnudo. Se inclina para dejarlo caer en el
canasto de la ropa sucia que está en el costado del baño, junto a la bañadera.
Puedo ver su sombra agrandada, pero no desmesuradamente, sobre los vidrios
esmerilados de la puerta del baño que da a la antecámara.
En este momento, únicamente esa sombra es «ahora», y el resto
del «ahora» no es más que recuerdo. Y a veces, tan diferente del «ahora», ese
recuerdo, que es cosa de ponerse a llorar. Es terrible pensar que lo único
visible y real no son más que sombras. Si pienso que en este mismo momento los
bañistas se pasean en traje de baño bajo los árboles tranquilos del parque del
Sur, sé que eso no es ahora, sino recuerdo. Porque es posible que en este
momento no haya ni un solo bañista en el parque del Sur, o, si hay alguno, no
esté paseándose precisamente bajo los árboles que yo creo recordar; hasta es
probable que estén todos echados en la arena de la playa, o en el agua,
mientras el sol del crepúsculo vuelve roja la laguna y dos chicos se tiran uno
al otro una pelota de goma que retumba en medio del silencio cuando choca contra
la tierra. Pero me gusta imaginar que en este momento, en los barrios, las
chicas se pasean en grupos de tres o cuatro tomadas del brazo, recién bañadas y
perfumadas, y que grupos de muchachos las contemplan desde la esquina. Puedo
ver las calles del centro abarrotadas de coches y colectivos y a Susana bajando
lentamente, con cuidado por su pierna dolorida, las escaleras de la casa del
médico. Es como si estuviera aquí y al mismo tiempo en cada parte. ¡Es tan
complejo y sin embargo, tan sencillo! Ahora vuelvo ligeramente la cabeza y veo
la mampara que da al patio. Entreveo los vidrios encortinados y el último
resplandor de la tarde que penetra en el living a través de las grandes
cortinas verdes. También veo los sillones vacíos, abandonados —¡y cuántas veces
nos hemos sentado en ellos Susana, Leopoldo, o yo o las visitas!— forrados en
provenzal floreado. Las flores son verdes y azules, sobre fondo blanco. Hay una
lámpara de pie, al lado de uno de los sillones, apagada. Pero yo me he traído
el viejo sillón de Viena de mamá desde mi habitación y me he sentado en él
—estoy hamacándome lentamente— para que el aire de la calle atraviese el living
y se impregne como agua fría o como un olor sobre mi cuerpo. Ahora que no veo
la puerta de vidrios esmerilados del baño, ¿qué estará proyectándose sobre
ella? Seguramente el cuerpo desnudo de Leopoldo —¡el cuerpo desnudo de
Leopoldo!—, pero ¿en qué posición? ¿Tendrá los brazos alzados, se rascará el
pecho con las dos manos, se tocará el cabello, o se habrá echado ligeramente
hacia atrás para mirarse en el espejo? Es terrible, pero ese ahora, tan
cercano, no es más que recuerdo; y si vuelvo la cabeza otra vez hacia la puerta
que da a la antecámara el «ahora» de los sillones de funda floreada, vacíos y
abandonados, y las cortinas a través de las cuales penetra la luz crepuscular,
no será más que recuerdo. Vuelvo la cabeza; ahora. La sombra de Leopoldo ha
desaparecido. Ha de estar sentado, haciendo sus necesidades. («Veo una sombra
sobre un vidrio. Veo» «Veo una sombra sobre un vidrio. Veo.»)
En el vidrio vacío no se ve más que el resplandor difuso de la
luz eléctrica, encendida en el interior del cuarto de baño. Es uno de esos días
terribles de enero, de luz cenicienta; no está nublado ni nada, pero la luz
tiene un color ceniza, como si el sol se hubiese apagado hace mucho tiempo y
llegara al planeta el reflejo de una luz muerta. Mi sencillo vestido gris y mi
pelo gris condensan esa luz húmeda y muerta, y están como nimbados por un
resplandor pútrido; y como acabo de bañarme no he hecho más que condensar
humedad sobre mi vieja piel blanca llena de vetas como de cuarzo. Tengo los
brazos apoyados sobre la madera curva del sillón de Viena. Con el tiempo, si es
que estoy viva, tomaré el color de la esterilla del sillón, me iré volviendo
amarillenta y lustrosa, pulida por el tiempo. En eso fundo su sencillez. En que
solamente pule y simplifica y preserva lo inalterable, reduciendo todo a
simplicidad. Me dicen que destruye, pero yo no lo creo. Lo único que hace es
simplificar. Lo que es frágil y pura carne que se vuelve polvo desaparece, pero
lo que tiene un núcleo sólido de piedra o hueso, eso se vuelve suave y límpido
con el tiempo y permanece. Ahora Susana debe estar bajando lentamente las
escaleras de mármol blanco de la casa del médico, agarrándose del pasamanos
para cuidar su pierna dolorida; ahora acaba de llegar a la calle y se queda un
momento parada en la vereda sin saber qué dirección tomar, porque sale muy poco
y siempre se desorienta en el centro de la ciudad; está con su vestido azul,
sus anteojos (siempre creen que Adelina Flores es ella, por los anteojos, y no
yo) y sus zapatones negros de grueso taco bajo, que tienen cordones como los
zapatos masculinos; mira como desconcertada en distintas direcciones, porque
por un momento no sabe cuál tomar, mientras a la luz del crepúsculo pasa la
gente apurada y vestida de verano por la vereda, y un estruendo de colectivos y
automóviles por la calle. Ahora con un movimiento de cabeza y un gesto que no
revela el menor sentido del humor, sacándose los dedos de los labios, donde los
había puesto mecánicamente al adoptar una actitud pensativa, Susana recuerda en
qué dirección se encuentra la esquina donde debe tomar el colectivo y comienza
a caminar con lentitud, decrépita y reumática, hacia ella. Hay como una fiebre
que se ha apoderado de la ciudad, por encima de su cabeza —y ella no lo nota—
en este terrible enero. Pero es una fiebre sorda, recóndita, subterránea,
estacionaria, penetrante, como la luz de ceniza que envuelve desde el cielo la
ciudad gris en un círculo mórbido de claridad condensada. («Veo una sombra
sobre un vidrio. Veo.») Veo a Susana atravesar lentamente el aire pesado y gris
dirigiéndose hacia la parada de ómnibus donde debe esperar el dieciséis para
volver en él a casa. Eso si es que ya ha salido de lo del médico porque es
probable que ni siquiera haya entrado todavía al consultorio y esté sentada
leyendo una revista en la sala de espera. El techo de la sala de espera es
alto; yo he estado ahí cientos de veces, muy alto, y el juego de sillones de
madera con la mesita central para las revistas y el cenicero es demasiado
frágil y chico en relación con ese techo altísimo y la extensión de la sala de
espera, que originariamente era en realidad el vestíbulo de la casa. («Algo que
amé» «Veo una sombra sobre un vidrio. Veo» «algo que amé» «hecho sombra,
proyectado» «hecho sombra y proyectado» «Veo una sombra sobre un vidrio. Veo»
«algo que amé hecho sombra y proyectado») Puedo escuchar el crujido lento y
uniforme del sillón de Viena. Sé pasarme las horas hamacándome con lentitud, la
cabeza reclinada contra el respaldar, mirando fijamente un punto del vacío, sin
verlo, en el interior de mi habitación, rodeada de libros polvorientos, oyendo
crujir la vieja madera como si estuviera oyendo a mis propios huesos. Desde mi
habitación he venido escuchando durante treinta años los ruidos de la casa y de
la ciudad, como celajes de sonido acumulados en un horizonte blanco. Ahora
escucho el ruido súbito de la cadena del inodoro y el del agua en un torrente
rápido, lleno de tintineos como metálicos; después el chorro que vuelve a
llenar el tanque. La sombra de Leopoldo reaparece en los vidrios esmerilados de
la puerta; se pone de perfil; ha de estar mirándose en el espejo. ¿Se afeitará?
Veo cómo se pasa la mano por la cara. Ha mantenido la línea, durante tantos
años, pero se ha llenado de endeblez y fragilidad. Al hamacarme, yendo para
adelante y viniendo para atrás, la sombra da primero la impresión de que
avanzara, y después la de que retrocediera. Vino a casa por mí la primera vez,
pero después se casó con Susana. Todo es terriblemente literario. («en el
reflejo oscuro») Fue un alivio, después de todo. Pero los primeros dos años,
antes de que se casaran y Leopoldo empezara a trabajar como agente de
publicidad del diario de la ciudad —el primer agente de publicidad de la
ciudad, creo, y en eso fue un verdadero precursor—, los primeros dos años nos
divertimos como locos, sin descansar un solo día, yendo y viniendo de día y de
noche por la ciudad, en invierno y verano, hasta un día cuya víspera pasamos
entera en la playa, en que Leopoldo vino a la noche a casa y le pidió al finado
papá la mano de Susana después de la cena. Pero el día antes había sido una
verdadera fiesta. Fue un viernes, me acuerdo perfectamente. Leopoldo pasó a
buscarnos muy de mañana, cuando recién había amanecido; estaba todo de blanco,
igual que nosotras, que llevábamos unos vestidos blancos y unos sombreros de
playa blancos como estoy segura de que ni hasta hoy se ha atrevido a llevar
nadie en esta bendita ciudad. Yo llevaba conmigo los versos de Alfonsina. [Va a
afeitarse, sí. Ahora ha abierto el botiquín y mira su interior buscando los
elementos («en el reflejo oscuro» «sobre la transparencia» «del deseo») Alza
los brazos y comienza a sacar los elementos.] Ya era diciembre, pero hacía
fresco de mañana. Yo misma manejaba el Studebaker de papá, y Susana iba sentada
al lado mío. En el asiento de atrás iba Leopoldo, al lado de la canasta de la
merienda, tapada con un mantel blanco. El aire («sobre la transparencia del
deseo» «como sobre un cristal esmerilado») fresco, limpio, resplandecía,
penetrando por el hueco de las ventanillas bajas que vibraban con la marcha del
automóvil. Yo podía ver por el retrovisor la cara de Leopoldo vuelta
ligeramente hacia la ventanilla mirando pensativa el río. Nos fuimos a una
playa desierta, lejos de la ciudad, por el lado de Colastiné. Había tres sauces
inclinados hacia el río —la sombra parecía transparente— y arena amarilla.
Nadamos toda la mañana y yo les leí poemas de Alfonsina: y cuando llegué a
donde dice: «Una punta de cielo/rozará/la casa humana», me separé de ellos y me
fui lejos, entre los árboles, para ponerme a llorar. Ellos no se dieron cuenta
de nada. Después extendimos el mantel blanco y comimos charlando y riéndonos
bajo los árboles. Habíamos preparado riñón —a Leopoldo le gustan mucho las
achuras— y yo no sé cuántas cosas más, y habíamos dejado toda la mañana una
botella de vino blanco en el agua, justo debajo de los tres sauces, para que el
agua la enfriara. Fue el mejor momento del día: estábamos muy tostados por el
sol y Leopoldo era alto, fuerte, y se reía por cualquier cosa. Susana estaba
extraordinariamente linda. Lo de reírnos y charlar nos gustó a todos, pero lo
mejor fue que en un determinado momento ninguno de los tres habló más y todo
quedó en silencio. Debemos haber estado así más de diez minutos. Si presto
atención, si escucho, si trato de escuchar sin ningún miedo de que la claridad
del recuerdo me haga daño, puedo oír con qué nitidez los cubiertos chocaban
contra la porcelana de los platos, el ruido de nuestra densa respiración
resonando en un aire tan quieto que parecía depositado en un planeta muerto, el
sonido lento y opaco del agua viniendo a morir a la playa amarilla. En un
momento dado me pareció que podía oír cómo crecía el pasto a nuestro alrededor.
Y enseguida, en medio del silencio, empezó lo de las miradas. Estuvimos
mirándonos unos a otros como cinco minutos, serios, francos, tranquilos. No
hacíamos más que eso: nos mirábamos, Susana a mí, yo a Leopoldo, Leopoldo a mí
y a Susana, terriblemente serenos, y después no me importó nada que a eso de
las cinco, cuando volvía sin hacer ruido después de haber hecho sola una
expedición a la isla —y volvía sin hacer ruido para sorprenderlos y hacerlos
reír, porque creía que jugaban todavía a la escoba de quince—, los viese
abrazados desde la maleza y oyese la voz de Susana que hablaba entre jadeos
diciendo: «Sí. Sí. Sí. Sí. Pero ella puede venir. Puede venir. Ella puede venir.
Sí. Sí. Pero puede venir». Los vi, claramente: él estaba echado sobre ella y
tenía el traje de baño más abajo de las rodillas. La parte de su cuerpo que yo
no había visto nunca era blanca, lechosa, y a mí se me ocurrió lisa y la idea
de tocarla alguna vez me revolvió el estómago. En ese momento se oyó un crujido
en la maleza y Leopoldo se paró de un salto, dejando ver enteramente a Susana
que había dejado correr los breteles de su traje de baño y había sacado los
brazos por entre ellos de modo tal que el traje de baño había bajado hasta el
vientre. Yo conocía ya esas partes del cuerpo de Susana que no estaban
tostadas, las había visto muchas veces. Pero cuando Leopoldo saltó,
dificultosamente, con el traje de baño más abajo de la rodilla, se volvió en la
dirección en que yo estaba, por pudor, ya que el ruido se había oído en
dirección contraria al lugar donde yo estaba. Vi eso, enorme, sacudiéndose
pesadamente, desde un matorral de pelo oscuro; lo he visto otras veces en
caballos, pero no balanceándose en dirección a mí. Fue un segundo, porque
Leopoldo se subió enseguida el traje de baño y se sentó rápidamente frente a
Susana —y no pude ver en qué momento Susana se alzó el traje de baño, se
acomodó el pelo y recogió los naipes, pero ya lo estaba esperando cuando él se
sentó manoteando apresuradamente dos o tres cartas del suelo. Me quedé inmóvil
más de quince minutos, hasta que los vi tranquilos, y yo misma me sentí así.
Después nos bañamos desde el crepúsculo hasta que anocheció —me parece oír
todavía el chapoteo de nuestros cuerpos húmedos que relumbraban en la oscuridad
azul— y al otro día Leopoldo le pidió al pobre papá la mano de Susana.
En este momento puedo ver cómo Leopoldo, imprimiendo un
movimiento circular a su mano, se llena la cara de espuma con la brocha. Lo
hace rápidamente; ahora baja el brazo y la sombra de su cara, sobre el vidrio
esmerilado que refleja también la luz confusa del interior del cuarto de baño,
se ha transformado: la sombra de la espuma que le cubre las mejillas parece la
sombra de una barba, un matorral de pelo oscuro. Alza el brazo otra vez y con
la punta de la brocha se golpea el mentón, varias veces y suavemente, como si
se hubiese quedado pensativo; pero eso no puede verse. Deja la brocha y después
de un momento alza otra vez las dos manos, en una de las cuales tiene la
navaja, y comienza a rasurarse lentamente, con cuidado. Lentamente, con
cuidado, Susana ha de estar bajando ya las escaleras blancas de la casa del
médico, en dirección a la calle. Va a pararse un momento en la vereda, para
orientarse, porque no va casi nunca al centro. La sombra de Leopoldo se
proyecta ahora mostrando cómo se rasura, lentamente, con cuidado, con la
navaja; ahora cambia la navaja de mano y se pasa el dorso de la mano libre por
la mejilla, a contrapelo, para comprobar la eficacia de la rasurada. Sé qué va
a hacer cuando termine de afeitarse y de bañarse: va a llevar la perezosa al
patio, entre las macetas llenas de begonias, de helechos, de amarantos y de
culandrillos, y va a sentarse en la perezosa en medio del patio; va a estar un
rato ahí, fumando en la oscuridad; va a decir: «¿Quedan espirales, Susana,
querida?» y después va a ponerse a tararear por lo bajo. Todos los anocheceres
de setiembre a marzo hace exactamente eso. Después de un momento va a servirse
el primer vermut con amargo y yo podré saber cuándo va a llenar nuevamente su
vaso porque el tintineo del hielo contra las paredes del vaso semivacío me hará
saber que ya lo está acabando. Va a («En confusión, súbitamente, apenas»). Siento
crujir los huesos del sillón de Viena. Apenas se haya afeitado y se haya bañado
lo va a hacer: va a llevar la perezosa al centro del patio de mosaicos, la
perezosa de lona anaranjada, después de ponerse su pijama recién lavado y
planchado, y va a fumar un cigarrillo antes de («vi que estallaba» «vi» «vi el
estallar de un cuerpo y de una» «y de su» «la explosión» «vi la explosión de un
cuerpo y de su sombra» «En confusión, súbitamente, apenas», «vi la explosión de
un cuerpo y de su sombra») La brasa del cigarrillo, un punto rojo, va a parecer
un ojo único, insomne y sin parpadeos, avivándose a cada chupada. Y cuando
escuche el tintineo del hielo contra las paredes frías del vaso, voy a saber
que ha tomado su primer vermut con amargo y que va a servirse el segundo.
El tiempo de cada uno es un hilo delgado, transparente, como
los de coser, al que la mano de Dios le hace un nudo de cuando en cuando y en
el que la fluencia parece detenerse nada más que porque la vertiente pierde
linealidad. O como una línea recta marcada a lápiz con una cruz atravesándola
de trecho en trecho, que se alarga ilusoriamente ante los ojos del que mira
porque su visión divide la línea en los fragmentos comprendidos entre cruz y
cruz. Lo de la cruz está bien, porque cruz significa muerte. Papá y mamá
murieron en el cuarenta y ocho, con seis meses de diferencia uno del otro. El
peronismo se llevó a papá: fue algo que no pudo soportar. Y mamá terminó seis
meses después que él, porque siempre lo había seguido. «Después del primer año
de casados —me dijo mamá en su lecho de muerte— nunca tuvo la menor
consideración conmigo. Pero, ¿qué puedo hacer sin él?» Yo estaba con un traje
sastre gris, me acuerdo perfectamente; mamá se incorporó y me agarró de las
solapas, y me atrajo hacia ella; tenía los ojos extraordinariamente abiertos y
la cara apergaminada y llena de arrugas, y eso que no era demasiado vieja.
Nunca la había visto así. Y no era que le tuviese miedo a la muerte. Nunca se
lo había tenido. Comenzó a hacer un esfuerzo terrible, jadeando, pestañeando,
estirando los labios gastados y lisos que se le llenaban de saliva o de baba
—no sé qué era— y me di cuenta de que quería decirme algo. No lo consiguió.
Murió aferrada a las solapas de mi traje gris y —(«ahora el silencio teje
cantilenas») Durante todos estos años no hago más que reflexionar sobre lo que
mamá trató de decirme. Tuve que hacer un esfuerzo terrible para arrancar de mis
solapas sus manos aferradas; y estaban tan tensas y blancas que yo podía notar
la blancura feroz de los huesos y de los cartílagos. Cuando doce años después
me cortaron el pecho, yo soñé que arrancaba de mis solapas las manos de mamá
(«más largas» «ahora el silencio teje cantilenas», «más largas») y que una de
sus manos se llevaba mi pecho. Pero no se lo llevaba para hacerme mal, sino
para protegerme de algo. Ese sueño vuelve casi todas las noches, como si una
aguja formara con mi vida, de un modo mecánico y regular, un tejido con un
único punto. Sé que esta noche va a volver. Voy a despertarme jadeando y
sollozando apagadamente en mi cama solitaria, rodeada de libros polvorientos,
cerca de la madrugada, pero después voy a respirar con alivio. Cada uno conoce
secretamente el significado de sus propios sueños, y sé que si mamá quiere
llevarse mi pecho a la tumba, hay algo bienintencionado en ella, aunque su acto
pueda parecer malo —y capaz que lo sea. No podemos juzgar nuestros actos más
que en relación con lo que hemos esperado de la vida y lo que ella nos ha dado.
A mamá y a mí nos dio también esa mañana —ese nudo, esa cruz— en la que papá se
sentó muy temprano a desayunar con nosotros. Fue al día siguiente de haberse
afiliado al partido peronista. («Ahora el silencio teje cantilenas» «más
largas») Papá estaba sentado en la cabecera y no le dirigíamos la palabra porque
nos dábamos cuenta de que estaba muy nervioso («que duran más.») No nos hablaba
cuando estaba irritado. Siempre me había llamado la atención la piel de su cara
por lo blanca que la tenía y cómo sin embargo, en la parte alta de las
mejillas, cerca de los pómulos, se le habían ido formando unas redes tenues,
complicadas, de venillas rojas. Papá tomó su segunda taza de café y después se
recostó sobre el respaldar de la silla y empezó a roncar. Eran unos ronquidos
silbantes, secos, recónditos y cavernosos («que duran más que el cuerpo» «y que
la sombra» «que duran más que el cuerpo y que la sombra»). Primero vi la mosca
recorriendo la red de venillas rojas sobre la mejilla derecha, como una señal
negra desplazándose por una red ferroviaria dibujada en líneas rojas en un mapa
proyectado en una pared transparente. Pero no empecé a murmurar «Mamá. Mamá»
—sin desviar ni un momento la mirada del rostro de papá— hasta que no vi cómo
la mosca comenzaba a bajar, con la misma facilidad con que podría haberlo hecho
sobre una piedra, desde el pómulo hasta la comisura de los labios, y después
entraba en la boca. No parecía haber entrado en la boca de papá, haber estado
recorriendo el cuerpo de papá, sino nada más que una reproducción en piedra de
él, porque ya ni siquiera roncaba.
Ahora Leopoldo vuelve a cambiar la navaja de mano y sigue
rasurándose. Cuando se inclina hacia el espejo para verse mejor el perfil de su
sombra desaparece, cortado rectamente por el marco de madera de la puerta, y
sobre el vidrio se ve el reflejo difuso —como unas escaras de luz dispuestas de
un modo concéntrico, puntillista— de la luz eléctrica. Me balanceo suavemente
en el sillón de Viena. Doy vuelta la cabeza y veo cómo la luz gris penetra en
la habitación a través de las cortinas verdes, empalideciendo todavía más. Los
sillones vacíos saben estar ocupados a veces —pero eso no es más que recuerdo.
Con levantarme y llegar al patio y alzar la cabeza, podría ver un fragmento de
cielo, vaciándose en el hueco que dejan las paredes de musgo, agrisadas.
Saliendo a la puerta miraría la calle vacía, sin árboles, llena de casas de una
planta, enfrentándose en dos hileras rectas y regulares a través de la vereda
de baldosas grises y de la calle empedrada. De noche, en las proximidades de la
luz de la esquina se ve relucir opacamente el empedrado. Los insectos
revolotean alrededor de la luz, ciegos y torpes, chocan contra la pantalla
metálica con un estallido, y después se arrastran por el adoquín con las alas
rotas. Puede vérselos de mañana aplastados contra las piedras grises por las
ruedas de los automóviles. De noche sé escuchar su murmullo. Y cuando había
árboles en la cuadra, a esta hora empezaba el estridor monótono de las
cigarras. Comenzaban separadamente, la primera muy temprano, a eso de las
cinco, y enseguida empezaba a oírse otra, y después otra y otra, como si
hubiese habido un millón cantando al unísono. Yo no lo podía soportar. El haber
cedido y venirme a vivir con ellos ya me resultaba insoportable. Tenía miedo,
siempre, de abrir una puerta, cualquiera, la del cuarto de baño, la del
dormitorio, la de la cocina, y verlo aparecer a él con eso a la vista,
balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí desde un matorral de pelo oscuro.
Nunca he podido mirarlo de la cintura para abajo, desde aquella vez. Pero lo de
las cigarras ya era verdaderamente terrible. Así que me vestía y salía sola, al
anochecer; a ellos les decía que me faltaba el aire. Primero recorría el parque
del Sur, con su lago inmóvil, de aguas pútridas, sobre el que se reflejaban las
luces sucias del parque; atravesaba los caminos irregulares, y después me
dirigía hacia el centro por San Martín, penetrando cada vez más la zona
iluminada; de allí iba a dar una vuelta por la estación de ómnibus y después
recorría el parque de juegos que se extendía frente a ella antes de que
construyeran el edificio del Correo; iba hasta el palomar, un cilindro de
tejido de alambre, con su cúpula roja terminada en punta, y escuchaba durante
un largo rato el aleteo tenso de las palomas. Nunca me atreví a caminar sola
por la avenida del puerto para cortar camino y llegar a pie al puente colgante.
Al puente llegaba en ómnibus o en tranvía. Me bajaba de la parada del tranvía y
caminaba las dos cuadras cortas hacia el puente, percibiendo contra mi cuerpo y
contra mi cara la brisa fría del río. Me gustaba mirar el agua, que a veces
pasa rápida, turbulenta y oscura, pero emite un relente frío y un olor salvaje,
inolvidable, y es siempre mejor que un millón de cigarras ocultas entre los
árboles y —(«Ah») Volvía después de las once, con los pies deshechos; y
mientras me aproximaba a mi casa, caminando lentamente, haciendo sonar mis
tacos en las veredas, prestaba atención tratando de escuchar si se oía algún
rumor proveniente de aquellos árboles porque («Ah si un cuerpo nos diese» «Ah
si un cuerpo nos diese» «aunque no dure» «una señal» «cualquier señal» «de
sentido» «oscuro» «oscura» «Ah si un cuerpo nos diese aunque no dure» «una
señal» «cualquier señal oscura» «Ah si un cuerpo nos diese aunque no dure»
«cualquier señal oscura de sentido» «Veo una sombra sobre un vidrio. Veo» «algo
que amé hecho sombra y proyectado» «sobre la transparencia del deseo» «como
sobre un cristal esmerilado» «En confusión, súbitamente, apenas», «vi la
explosión de un cuerpo y de su sombra» «Ahora el silencio teje cantilenas» «que
duran más que el cuerpo y que la sombra» «Ah si un cuerpo nos diese, aunque no
dure» «cualquier señal oscura de sentido») Si podían oírse, entonces me volvía
y caminaba sin ninguna dirección, cuadras y cuadras, hasta la madrugada. Porque
estar sentada en el patio, o echada en la cama entre los libros polvorientos,
oyendo el estridor unánime de ese millón de cigarras, era algo insoportable,
que me llenaba de terror.
Ahora la sombra sobre el vidrio esmerilado me dice que Leopoldo
ha terminado de afeitarse, porque ya no tiene la navaja en las manos y se pasa
el dorso de las manos suavemente por las mejillas («como un olor» «salvaje»
«como un olor salvaje») Había migas, restos de comida, manchas de vino tinto
sobre el mantel cuadriculado rojo y blanco. Era un salón largo, y el sonido
polítono de las voces se filtraba por mis tímpanos adormecidos, atentos
únicamente a las fluctuaciones hondas de mí misma, parecidas a voces. Me he
estado oyendo a mí misma durante años sin saber exactamente qué decía, sin
saber siquiera si eso era exactamente una voz. No se ha tratado más que de un
rumor constante, sordo, monótono, resonando apagadamente por debajo de las
voces audibles y comprensibles que no son más que recuerdo («que perdure»),
sombras. Él me daba frecuentemente la espalda, mientras hablaba a los gritos
con el resto de los invitados. Parecía reinar sobre el mundo. Yo lo hubiese
llevado conmigo esa noche, me habría desvestido delante de él y agarrándolo del
pelo le hubiese inclinado la cabeza y lo hubiese obligado a mirar fijamente la
cicatriz, la gran cicatriz blanca y llena de ramificaciones, la marca de los
viejos suplicios que fueron carcomiendo lentamente mi seno, para que él
supiese. Porque así como cuando lloramos hacemos de nuestro dolor que no es
físico, algo físico, y lo convertimos en pasado cuando dejamos de llorar, del
mismo modo nuestras cicatrices nos tienen continuamente al tanto de lo que
hemos sufrido. Pero no como recuerdo, sino más bien como signo. Y él no paraba
de hablar. «¿De veras, Adelina? ¿No le parece, Adelina? ¿Que cómo me siento?
¡Cómo quiere que me sienta! Harto de todo el mundo, lógicamente. No, por
supuesto, Dios no existe. Si Dios existiera, la vida no sería más que una broma
pesada, como dice siempre Horacio Barco. Somos dos generaciones diferentes,
Adelina. Pero yo la respeto a usted. Me importa un rábano lo que digan los
demás y sé que a la generación del cuarenta más vale perderla que encontrarla,
pero hay un par de poemas suyos que funcionan a las mil maravillas. Dirán que
los dioses los han escrito por usted, y todo eso, sabe, pero a mí me importa un
rábano. Hágame caso, Adelina: fornique más, aunque en eso vaya contra las
normas de toda una generación.» Era una noche de pleno («contra las diligencias»).
Era una noche de pleno invierno. Los ventanales del restaurant estaban
empañados por el vaho de la helada. Y cuando nos separamos en la calle la
niebla envolvía la ciudad; parecía vapor, y a la luz de los focos de las
esquinas parecía un polvo blanco y húmedo, una miríada de partículas blancas
girando en lenta rotación. Apenas nos separábamos unos metros los contornos de
nuestras figuras se desvanecían, carcomidos por esa niebla helada. Me
acompañaron hasta la parada de taxis y Tomatis se inclinó hacia mí antes de
cerrar de un golpe la portezuela: «La casualidad no existe, Adelina», me dijo.
«Usted es la única artífice de sus sonetos y de sus mutilaciones.» Después se
perdió en la niebla, como si no hubiese existido nunca. Lo que desaparece de
este mundo, ya no falta. Puede faltar dentro de él, pero no estando ya fuera.
Existen los sonetos, pero no las mutilaciones: hay únicamente corredores
vacíos, que no se han recorrido nunca, con una puerta de acceso que el viento
sacude con lentitud y hace golpear suavemente contra la madera dura del marco;
o desiertos interminables y amarillos como la superficie del sol, que los ojos
no pueden tolerar; o la hojarasca del último otoño pudriéndose de un modo
inaudible bajo una gruta de helechos fríos, o papeles, o el tintineo mortal del
hielo golpeando contra las paredes de un vaso con un resto aguado de amargo y
vermut; pero no las mutilaciones. Las cicatrices sí, pero no las mutilaciones.
El taxi atravesaba la niebla, reluciente y húmedo, y en su interior cálido el
chofer y yo parecíamos los únicos cuerpos vivos entre las sólidas estructuras
de piedra que la niebla apenas si dejaba entrever. («las formaciones» «contra
las diligencias» «contra las formaciones») Afuera no había más que niebla; pero
yo vi tantas cosas en ella, que ahora no puedo recordar más que unas pocas:
unos sauces inclinados sobre el agua, proyectando una sombra transparente; unas
manos aferradas —los huesos y los cartílagos blanquísimos— a las solapas de mi
traje sastre; una mosca entrando a una boca abierta y dura, como de mármol;
algunas palabras leídas mil veces, sin acabar nunca de entenderlas; un millón
de cigarras cantando monótonamente y al unísono («del olvido»), en el interior
de mi cráneo; una cosa horrible, llena de venas y nervios, apuntando hacia mí,
balanceándose pesadamente desde un matorral de pelo oscuro; una imagen borrosa,
impresa en papel de diario, hecha mil pedazos y arrojada al viento por una mano
enloquecida. Todo eso era visible en las paredes mojadas por la niebla, mientras
el taxi atravesaba la ciudad. Y era lo único visible.
En este momento («Y que por ese olor») En este momento Susana
debe estar bajando lentamente, con cuidado, las escaleras de mármol blanco de
la casa del médico. Puedo verla en la calle («y que por ese olor
reconozcamos»), en el crepúsculo gris, parada en medio de la vereda, tratando
de orientarse («el solar en el que» «dónde debemos edificar» «el lugar donde
levantemos» «cuál debe ser el sitio»). Está con su vestido azul, que tiene
costuras blancas, semejantes a hilvanes, alrededor de los grandes bolsillos
cuadrados y en los bordes de las solapas. Sus ojos marrones, achicados por las
formaciones adiposas de la cara, como dos pasas de uvas incrustadas en una bola
de masa cruda, se mueven inquietos y perplejos detrás de los anteojos. Está
tratando de saber dónde queda exactamente la parada de colectivos. Leopoldo
pasa ahora a la bañadera. Lo hace de un modo dificultoso, ya que advierto que
su sombra se bambolea y se mueve con lentitud. Trata de no resbalar («de la
casa humana») Ahora Susana descubre por fin cuál es la dirección conveniente y
comienza a caminar con dificultad, debido a sus dolores reumáticos. Aparece
envuelta en la luz del atardecer: la misma luz gris que penetra ahora a través
de las cortinas verdes y se condensa en mi batón gris y a mi alrededor, como
una masa tenue que resplandece opaca y se adelanta y retrocede rígidamente
adherida a mí mientras me hamaco en el sillón de Viena. Atraviesa las calles de
la ciudad, pesada y compacta. Puedo escuchar el rumor inaudible de su
desplazamiento. Las calles están llenas de gente, de coches y de colectivos. El
rumor de la ciudad se mezcla, se unifica y después se eleva hacia el cielo
gris, disipándose. («el lugar de la casa humana» «cuál es el lugar de la casa
humana» «cuál es el sitio de la casa humana») Ahora la escalera en la casa del
médico está vacía. La vereda delante de la casa del médico está vacía. Susana
extiende el brazo delante del colectivo número dieciséis, que se detiene con el
motor en marcha. Susana sube dificultosamente. Alguien la ayuda. Susana siente
(«como reconocemos por los») en la cara el calor que asciende desde el motor
del colectivo. Se tambalea cuando el colectivo arranca. Le ceden el asiento y
ella se sienta con dificultad, agarrándose del pasamanos, sacudiéndose a cada
sacudida del colectivo, tambaleándose, resoplando, murmurando distraídamente
«Gracias», sin saber exactamente a quién («por los ramos») Estaba
verdaderamente («por los ramos» «de luz solar») hermosa esa tarde, alrededor de
las cinco, cuando Leopoldo se levantó de un salto, volviéndose hacia mí con el
traje de baño a la altura de las rodillas —la cosa, balanceándose pesadamente,
apuntando hacia mí—, dejando ver al saltar las partes de Susana que no se
habían tostado al sol. No era la blancura lisa y morbosa de Leopoldo, sino una
blancura que deslumbraba. Pero no piensa en eso. No piensa en eso. No piensa en
nada. Mira la ciudad gris —un gris ceniciento, pútrido— que se desplaza hacia
atrás mientras el colectivo avanza hacia aquí. Leopoldo abre la ducha y
comienza a enjabonarse. Todos sus movimientos son lentos, como si estuviera
tratando de aprenderlos («de luz solar la piel de la mañana») Como si estuviera
tratando de aprenderlos y grabárselos. Se refriega con duros movimientos el
pecho, los brazos, el vientre, y ahora sus dos manos se encuentran debajo del
vientre y comienzan a refregar con minucia; eso es lo que me dice su sombra
reflejándose sobre los vidrios esmerilados de la puerta del cuarto de baño. Mis
huesos crujen como la madera del sillón, pulida y gastada por el tiempo,
mientras me inclino hacia adelante y vuelvo hacia atrás, hamacándome
lentamente, rodeada por la luz gris del atardecer que se condensa alrededor de
mi cabeza como el resplandor de una llama ya muerta («Y que por ese olor
reconozcamos» «cuál es el sitio de la casa humana» «como reconocemos por los
ramos» «de luz solar la piel de la mañana»).
Envío
Sé que lo que mamá quiso decirme antes de morir era que odiaba
la vida. Odiamos la vida porque no puede vivirse. Y queremos vivir porque
sabemos que vamos a morir. Pero lo que tiene un núcleo sólido —piedra, o hueso,
algo compacto y tejido apretadamente, que pueda pulirse y modificarse con un
ritmo diferente al ritmo de lo que pertenece a la muerte— no puede morir. La
voz que escuchamos sonar desde dentro es incomprensible, pero es la única voz,
y no hay más que eso, excepción hecha de las caras vagamente conocidas, y de
los soles y de los planetas. Me parece muy justo que mamá odiara la vida. Pero
pienso que si quiso decírmelo antes de morirse no estaba tratando de hacerme
una advertencia sino de pedirme una refutación.
Unidad de lugar, 1967
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